Es literalmente, un milagro.

Tu llegada fue planeada mucho antes de oficializar nuestra relación de pareja. Tu padre puso su primer granito de arena sometiéndose a una operación para que parte de ti, existiera.

Pasados los seis meses de convivencia en matrimonio, ocurrió nuestro primer intento. Fue en ese momento donde descubrimos que la tarea de crear vida no sería sencilla. El médico nos dio la noticia de que nuestra única salida era un tratamiento in vitro con una estadística de éxito mundial de un veinticinco por ciento. Nada esperanzador para una pareja que acababa de terminar su luna de miel pasados los treinta años y donde a esta altura ya se nos consideraba “padres añosos”. Habría pues, que someterse a inyecciones y ecografías diarias, aspiración de óvulos, extracciones de sangre, sin anotar entre ellos, los costos que tal procedimiento supondrían.

La primera experiencia no fue exitosa; apenas dos embriones con escaso futuro fueron introducidos en un útero que no los quiso albergar. Las dudas de incompatibilidad genética absorbieron nuestras vidas hasta bien comenzado el segundo intento. Transcurrido un año, comenzaron los nervios, el estrés y las expectativas de un nuevo procedimiento. Esta vez, con algo menos de dinero en los bolsillos, logramos lo que muchas parejas en esta situación no consiguen: un embarazo.

Fue allí donde comenzamos a satirizar con “Lupita o Luprón” haciendo alusión al posible nombre de nuestra hija y al medicamento que me tenía que inyectar durante los quince días previos de la estimulación ovárica. No respetando la voluntad de una vidente, continuamos con la idea de que en el caso de tener una hija mujer le pondríamos “Lupita”. “La van a mirar con una lupita”, nos dijo horrorizada cuando tiraba las cartas…A los dos meses de gestación, un ecógrafo nos mostró lo que nunca hubiéramos querido ver: un pequeño embrión que detuvo su crecimiento. Ya nada podíamos hacer. Un examen que debió hacerse previamente, determinó que mi sangre coagulaba demasiado rápido impidiendo que el bebé se alimentara correctamente.

Mi enfermedad “anticuerpos antifofolipídicos” era la peste del momento. Varias personas allegadas sufrían de lo mismo pero nunca nos habíamos enterado. “Se arregla con inyecciones diarias”, dijo una amiga experimentada. Y estaba en lo cierto.

Luego de varios meses de depresión, angustias, y culpas no confesas tu madre decidió someterse por primera vez a una terapia. No podía cargar sobre mis hombros el fardo de “nunca poder tener hijos”. Necesitaba entender porqué me perseguía la “mala suerte” cuando estaba haciendo muy bien los deberes. Si bien suelo jactarme de las amigas-escuchas que tengo, ansiaba tener una opinión profesional que colocara cada tomate en su propio casillero; a darle la importancia justa a cada ítem de mi vida. La soberbia del “todo lo puedo” abrió el camino a la posibilidad de entregar el alma al psicólogo, amén de mis prejuicios sobre la profesión. Vivir con un bastón no me causaba gracia, pero al fin y al cabo, quién era yo para ser tan suficiente de pensar tal cosa sin siquiera haberlo experimentado. Ya con esperanzas renovadas pero con los pies firmes en la tierra, comenzamos el tercer intento in vitro.

Durante la primer semana, los folículos no crecían como lo habían hecho en anteriores oportunidades. Como esta etapa nunca había presentado contratiempos, estimamos decirle al ginecólogo que desistiríamos continuar el tratamiento. Por suerte nos aconsejó pelearla hasta el final. Y así lo hicimos.La bióloga logró que prosperaran cuatro embriones que serían implantados en los siguientes tres días, previa correcta división celular. Al momento de recibirlos, el mundo se cerró a nuestros pies. Ya no eran cuatro, sino dos en buen estado, y dos, con varios fragmentos. Fueron 15 días de espera, sabiendo de antemano, que no iba a quedar embarazada…

Pasaron seis meses y cambiamos la pisada. No nos quedaba otra que intentar la última oportunidad que le faltaba a nuestro bolsillo. Por qué no decirlo: también a nuestras ganas. El tema de la adopción rondaba nuestras cabezas. En el camino al cambio de médico, inyecciones y otros nuevos exámenes, apreció un tumorcito benigno en un seno. Una mancha más al tigre, diría tu padre…

Pasado el pequeño trance, llegó noviembre y una última esperanza. En esta instancia, estuvimos amparados más que nunca por la Fe.El tratamiento pasó sin pena ni gloria, con menos ecografías y menos estrés. El horror se produjo recién el día de la implantación de embriones. Ilusionados por cuatro espléndidos ejemplares, caímos al precipicio cuando la obstetra explicó que sólo colocaría uno en buen estado y otro literalmente “para hacerle compañía”.

La entrada al quirófano fue escalofriante. Una nurse colocó sobre mi pecho un rosario que yo traía de mi amiga María y eso me hizo decidir recibir mi embrioncito con una inmensa esperanza.
Por primera vez, tu padre y yo observamos nuestros huevos en la computadora de la bióloga. Por primera vez también, observamos en la computadora de la ginecóloga el lugar preciso de mi útero, dónde los ubicó.

Dos días antes del supuesto test fatídico, nos enteramos que estábamos embarazados. Era imposible. Pero cierto. No nos dejaron festejar hasta pasados los 15 días, hasta ver la ecografía: el momento más feliz de nuestras vidas. Un embrioncito bien colocado, de tamaño normal estaba creciendo dentro de mi vientre. Y una sorpresa: tu corazón latiendo a toda velocidad…

Dedicado a todas las madres que con tan solo planificar, lograron un embarazo. Para que a través de estas palabras, puedan comprender lo que se siente cuando no se puede tener hijos de forma natural. Para que acompañen con afecto y paciencia a sus pares, familiares o amigos que viven esta búsqueda con desconsuelo. Y finalmente, para que valoren, que lo que tienen en casa, es literalmente, un milagro.

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